La primera vez que salí de viaje fue a Michoacán y era niño. Era una actividad de la escuela, así que fuimos todo el grupo, sin padres.
Una mañana, los maestros nos llevaron a Pátzcuaro, lo recorrimos, comimos y, al final, como un gran cierre del paseo de ese día, nos llevaron al mercado de artesanías. Nunca había entrado a uno y me azoré con tantos objetos extraños, tan bellos y elaborados. Recorrí el lugar lentamente, observando con cuidado cada cosa que llamaba mi atención, colgada en los puestos o exhibidas en largas mesas.
Casi todo era de madera y me preguntaba quiénes podían hacer piezas tan trabajadas y a la vez tan delicadas, cómo lo aprendían, quién les enseñaba a hacerlas. También me asombraban los precios, las piezas pequeñas eran muy baratas. Abrumado por la variedad –quería salir de ahí con muchas–, por fin me decidí y compré dos cajitas idénticas, con grecas, soles y flores talladas en las tapas y los costados. En ese momento creí que eran iguales, pero después, al observarlas en el autobús con cuidado, descubrí que aunque tenían el mismo decorado, eran diferentes, porque estaban hechas a mano y así cada pieza resulta única e irrepetible.
A partir de ese viaje –en ese momento no imaginaba que algún día mi trabajo sería viajar— comencé a coleccionar artesanías: cajas, máscaras, tortugas, tiburones y ya no sólo de México, sino de varias partes del mundo. Las cajitas todavía las conservo y cada vez que las veo lo hago con mucho afecto porque me hacen recordar aquel viaje de niño y la emocionante e inusual experiencia que significó entrar a un mercado de estos objetos y la aventura de conocer Pátzcuaro que, desde entonces y hasta la fecha, me encanta; es un lugar al que he regresado en muchas ocasiones y cada vez que lo vuelvo a caminar lo descubro y me gusta como si fuera la primera vez. Así aprendí que los recuerdos y las sensaciones vividas en un viaje se pueden resumir en esos objetos que solemos comprar precisamente para eso: para recordar. Por eso se le llama “recuerdos”.
Ese viaje y las cajitas vinieron hace poco a mi memoria cuando asistí a una conferencia de Valentín Cruz, director comercial de Fonart (Fondo Nacional de Fomento a las Artesanías), y lo escuché decir que: “La actividad creativa de los artesanos es conexa al desarrollo de la actividad turística. El artesano tiene en el turista quizá su cliente directo más importante, a la vez que el turista tiene en la producción artesanal una forma de llevar consigo un recuerdo simbólico del destino visitado y parte de la memoria del viaje realizado. La artesanía se constituye entonces en un objeto que motiva al turista a revivir y recordar su experiencia de viaje. Fomenta su deseo de volver o se constituye en una demostración de su paso por el territorio, convirtiéndose en difusor de la imagen e identidad cultural de una nación”. Y coincidí completamente con él.
Además, dio una serie de datos interesantes: Fonart trabaja directamente con 600 mil artesanos, que viven en condiciones de pobreza, aunque tienen registrado que existen alrededor de doce millones de mexicanos dedicados en tiempo parcial a la producción artesanal; y el 70% de los artesanos con los que trabaja este organismo son mujeres, debido a la migración de los hombres de las comunidades.
Por desgracias, también explicó que la mayor parte de los artesanos venden a precios muy bajos su trabajo, su producción y venta se concibe tanto para el autoconsumo, como para el intercambio en donde se establece claramente un valor económico al trabajo artesanal, porque no es una práctica común entre los artesanos determinar el tiempo y costo de los materiales utilizados en su elaboración, ya que el dinero que obtienen por la venta de artesanías lo invierten en su parcela y en las necesidades inmediatas de la familia.
Asimismo, las nuevas formas de comercialización –hoy mucho se vende en centros comerciales– los han llevado a verse en la necesidad de ampliar su escala y forma de producción. Sin embargo, los grupos de artesanos que deciden entrar a estas nuevas formas, enfrentan obstáculos como la oferta escasa de financiamiento y asesoría.
Así, en estos nuevos tiempos que exigen otras maneras de producir y comercializar las artesanías, los artesanos requieren de promotores empresariales serios que aprecien el enorme trabajo que existe detrás de estos objetos. También requieren de políticas públicas que los apoyen.
“En Fonart comprendemos que la capacitación, la investigación, el uso racional del medio ambiente y el diseño y desarrollo de políticas públicas acordes a nuestros tiempos son los conceptos necesarios para lograr la promoción y gestión de las artesanías en condiciones de igualdad. Con el apoyo de universidades y centros de educación superior, estamos desarrollando un modelo de capacitación y de negocios que no busca simplemente mejorar la calidad del producto artesanal, sino que tiene como principal objetivo mejorar el proceso de comercialización y fomentar el avance en temas organizativos, de integración para la mejora de la producción por medio de incubadoras de negocios, acopio de materias primas y estrategias comerciales acordes con las realidades de los distintos nichos comerciales”, señaló.
Al escuchar esto, irremediablemente me vino a la memoria el famoso cuento “Canastitas en serie”, de B. Traven, donde la lógica del creador artesano va a la inversa de la lógica de las leyes del mercado. Y esta historia sigue teniendo lógica, ya es hora de que los artesanos cobren bien por los maravillosos objetos que hacen y dejen de ser los pobres del pueblo.