Tengo una relación complicada con los restaurantes de moda, porque para contar lo que sucede allí a veces hay que “tragar camote” y armarse de paciencia para conseguir una mesa.
Para eso está el sponsor, quien, a diferencia mía, tiene la paciencia del santo Job y tomó a título personal la tarea de conseguir un espacio en Máximo, ese templo gastronómico de la Roma que este año consiguió la antes negada primera estrella Michelin.
En ambos casos el que persevera alcanza: el chef Eduardo García, con su historia de superación personal de migrante trabajador del campo a gurú culinario, que haría llorar a la mismísima Oprah, y el sponsor que consiguió una mesa.
Debo aclarar que fue para el turno de la comida en miércoles y con dos semanas de antelación, pues para la cena la espera se habría extendido un mes.
Desde la entrada se siente que allí se “cuecen habas”, orgánicas, claro; la cocina es abierta y tras la vitrina está un ejército de cocineros que, como en trance, están metidos en el afán creativo sin mirar a nadie.
Pero unos ojos saltones y enormes me atraparon al pasar, se trataba de un pescado de color rojo intenso.
Liberada de toda pena me acerqué al chef Lalo para preguntarle cómo interpretaría ese actor de la oscura profundidad marina, un pescado al que llamó rocot, un rol destacado en su cocina de ese día.
Pero él, sin miramientos, me contestó que solo sería usado para el deleite de los comensales nocturnos: Hasta en los turnos hay códigos postales, acepté.
Un galerón chic
La carta es corta como dicta la moda culinaria. Tienen un menú degustación que cambia todos los días a capricho del chef y la disponibilidad en el mercado… Lo que ahora se le llama productos de temporada y que en mi época era “lo que había en el refri”.
De Máximo se ha dicho que redefine la cocina mexicana con alma francesa… O al menos eso era cuando se apellidaba Bistró, ahora su alianza con productores locales busca rescatar ingredientes y recetas tradicionales como el maíz criollo o vegetales de Xochimilco.
Pero yo vine a comer y el chef García sabe lo que hace. Hay técnica, hay producto, hay intención. Una muestra de ello es la tlayuda de jaiba suave en tempura, con sus infaltables frijolitos orgánicos, verdolaga tierna, rábanos, aguacate criollo y brotes de cilantro.
El servicio es otra historia, nos dejamos convencer por el mesero de ordenar el caracol chino en aguachile, que venía con cubitos de pitaya, jugo de maracuyá, leche de tigre, aceite de oliva y chiltepín, salpicado con cebolla morada, elotes y pepinos.
Pero no tenía información sobre las características del molusco y cuando pregunté si venía en carpaccio, me respondió impaciente: “Es un aguachile”; ¿cómo viene presentado?, insistí, “en cubitos”, zanjó.
Más tarde otro mesero llegó con el previsible carpaccio de caracol bañado en un aguachile “gentrificado”, más dulce que picoso.
El menú refería unas tostadas que no llegaron y cuando las solicité, el mesero dijo: “Ahorita se las traigo”, aunque como en la canción de Sabina, nos dieron las 10 y las 11, las doce y la una y las tostadas aparecieron hasta que ya nos quejamos dos veces más.
Antes apareció el siguiente plato y al pedir que lo retuvieran; el mesero, despreocupado, insistió en dejarlo en la reducida mesa, al fin que la picaña en tonato, es decir carne semi cruda en salsa de atún, se come fría.
En aquel galerón chic, de pasado industrial y reinterpretado con paredes de yeso trabajadas con nopal fermentado las mesas están muy pegaditas, así es que Glotón Fisgón fue intrusivo.
Nuestros vecinos ordenaron prácticamente lo mismo que nosotros, a excepción de los platos fuertes, ya que él eligió la lengua de wagyu con mole y me pude enterar por su acompañante que la carne estaba muy suave, pero que el mole no era lo que esperaban.
Será el sereno
Los vinos son otros de los protagonistas y me sorprendió descubrir que una pareja de estadounidenses pidió una botella de Vega Sicilia Único, una etiqueta de la Milla de Oro de la Ribera del Duero que goza de gran prestigio en el mundo.
El sponsor solicitó al sumiller una recomendación de un vino de cuerpo medio, bien estructurado, redondo, que maridara bien con mi codorniz y con su hamburguesa de wagyu, platillos que pedimos de plato fuerte.
Para no complicarla, le propuso que se enfocara en un vino francés o mexicano y finalmente acordaron una botella de Parvada de uva cabernet franc, vino de Coahuila que cumplió sobradamente.
El precio fue de 2,400 pesos y al sponsor le pareció justo debido a la calidad del mismo; después se impuso la tarea de buscar una botella o dos en una tienda, algo que no fue simple pues solo las venden en tres establecimientos de la Ciudad de México.
Finalmente las encontró en Chedraui y le sorprendió que el precio fuera de 380 pesos; es decir seis veces menos.
Así es que una de tres: O el sponsor no sabe tanto de vinos como dice o en Máximo no se tocan el corazón para ponerle precio al vino o la bodega está vendiendo por debajo del precio que debería tener. (La verdad, yo creo que fue por una mezcla de las tres).
Será el sereno, pero Máximo cumple con el glamour gastronómico que una estrella Michelin demanda, pero esas grietas en el servicio le quitan mérito al que presume ser uno de los mejores restaurantes de la Ciudad de México.
Por lo pronto a Glotón Fisgón ya no se lo cuentan.