Hacía mucho tiempo que no iba a la colonia Santa María la Ribera, uno de los barrios más antiguos de la Ciudad de México, en donde sus calles parecen haberse detenido en el tiempo.
Ahí me encontré con una casona de fachada afrancesada de más de 150 años, deseosa de contar su historia a través de la voz de Cristina María Cialona, una arquitecta siciliano-mexicana que se enamoró del barrio y decidió hacer ahí su proyecto de vida.
Lo que en un inicio sería el tema de su tesis sobre la arquitectura industrial en la Ciudad de México, terminó siendo un restaurante en donde “la nonna” Anttonieta di Pascuale, madre de Cristina, expresa las raíces culinarias de su viejo Palermo en Sicilia.
Del olvido a la fama
En 2017 el NY times pone a Santa María la Ribera como el hotspot de la CDMX y en ese artículo se menciona a María Ciento38 como un restaurante que ofrece una buena experiencia de comida siciliana de barrio.
Nueve años después Anttonieta di Pascuale continúa al frente de los fogones para preparar cada día pastas y viandas con productos frescos de la temporada para comer como en la casa de la nonna (abuela italiana).
Nuestro viaje gastronómico a Sicilia, la isla más grande del Mediterráneo y que está en mi bucket list, comenzó con unos espárragos en pastella, es decir, capeados con una pasta ligera, en Palermo es común encontrar estos bocadillos de verduras fritas en puestos ambulantes.
El arroz arbóreo es otro infaltable en la gastronomía del sur de Italia y la nonna nos preparó un risotto alla milanese, hecho al momento para conservar la cremosidad del queso parmesano fusionado con un fondo de carne y el azafrán que estaba simplemente delicioso.
Cuando Cristina mencionó que su mamá preparaba los mejores arancini de la ciudad, el sponsor y yo no dudamos en llevar a María Ciento38 a cuatro de nuestros nietos que se consideran unos expertos catadores de esas bolas de arroz rellenas de diversos ingredientes.
Sus favoritas fueron las tradicionales con carne molida y chícharo, pero las de jamón con queso también recibieron una calificación aprobatoria por parte de estos incipientes miembros del club del Glotón Fisgón.
Aunque a la pizza Margarita no fue del agrado de nuestros comensales, del espagueti carbonara preparado con todas las de ley no quedó rastro de su existencia en el plato de Misha; con los gnocchi al pesto pasó algo similar, pues la crítica de Sander, gastrónomo de 14 años, fue que estaban en su punto.
Mientras que Fer, la mayor de nuestros invitados optó por unos ravioles de queso ricotta y espinaca servidos sobre salsa pomodoro y láminas de queso pecorino que se veían bastante buenos, pero que no se terminó a causa de un gato que merodea por las mesas y distrajo su atención.
Bere, la más pequeña que además es de buen comer se decantó por el filete de res con puré de papa y tocino y lo calificó con un simple, “está bueno”. Mientras que el sponsor y yo compartimos la lasaña de carne, uno de los platillos más solicitados de la carta.
Y para cerrar la tarde, los niños ordenaron un cannolo siciliano relleno de queso ricotta, trozos de chocolate semi-amargo, naranja cristalizada y pistache, que hizo las veces de pastel para hacerle la ya tradicional broma de “no cumpleaños” a su abuelo cada vez que salimos a comer con ellos.
La Santa María vibra bien
La barriga llena y el corazón contento son motivos suficientes para gastar suela sobre el pavimento de lo que fuera la primera colonia urbanizada del México de 1861.
Una lenta caminata permite, además de hacer la digestión, apreciar los detalles arquitectónicos del Kiosco Morisco, el icónico símbolo en plena Alameda de la Santa María, que fue construido en 1884 para representar a México en la exposición Universal de Nueva Orleans.
Para llegar al Museo Universitario del Chopo con su estructura de hierro diseñada en Alemania que asemeja una catedral industrial de principios del siglo XIX y que fuera el pabellón de arte y ciencia y hoy día es un centro de arte contemporáneo.
Y hasta la Casa de los Mascarones, llamada así por las carátulas talladas sobre la fachada de una casona barroca del siglo XVIII.
En fin, que Santa María la Ribera vibra bien, por ser un barrio con historia, alma artística y multicultural, en donde además se come delicioso. Por eso Cristina y su familia impregnaron un pedazo de Sicilia en un sitio que las recibió con los brazos abiertos.