El camino de un glotón a veces suele ser duro y cuesta arriba, así que en esta ocasión estuve dispuesta a subir la escalinata que me separaba de la puerta de entrada hasta el salón comedor de Lorea en la planta alta de Sinaloa 141 en la Roma Norte, CDMX.
Con la promesa de que me encontraba en uno de los 50 mejores restaurantes del mundo según la lista Best Discovery y su mención en la Guía Michelin México, me dispuse a cenar bien.
Como buen augurio vimos al chef Oswaldo Oliva, instalado al frente de su equipo de cocineros que diligentemente laboraban en forma ordenada y discreta cada una de las comandas que él supervisaba como un atento capitán llevando a su nave a buen puerto.
El área productiva consta de tres secciones, la de coctelería, el fogón con el comal para las tortillas y la cocina abierta en donde la magia sucede. Cada noche un menú de degustación de ocho tiempos personalizado describe los diferentes sabores, texturas y sensaciones a los que el comensal será expuesto.
Así que sin más nos dispusimos a vivir esta experiencia
Comenzamos con un coctel llamado Malva, preparado a base de mezcal con fruta de la pasión y coco tostado, pensé ¡ah, qué rico! Una mezcalita de maracuyá, pero nada que ver.
Para empezar, no era amarillo, sino un líquido clarificado color violeta, presentado en copa martinera con un par de cubos de hielo y unas florecitas blancas flotando, con un sabor fresco agridulce y prolongado, quizá a esto se refieren cuando dicen que uno de los objetivos de este restaurante es mostrar la creatividad que impacte los sentidos.
Para abrir bocado nos anunciaron que iniciaríamos con un huevo de codorniz con tempura de recado negro y chile xcati con una ralladura de rábano y un brioche cremoso de langosta y emulsión de huevas.
La sorpresa es que en lugar del canapé de langosta nos dieron un ostión tibio con chilhuacle y toques de apio por encima, que dicho sea de paso estaba delicioso, sin embargo, el huevo de codorniz se lo pudieron haber ahorrado.
Mi sponsor hizo notar ese error y tras una comedida disculpa de inmediato nos trajeron la langosta frita montada en pan brioche elaborado en casa, en el top un alioli casero con mix de semillas con polvo de camarón. Qué bueno que reclamó, estaba de no perderse.
El festín, continuó con la pesca del día sustentable, en aguachile de pronunciada acidez y picor muy controlado preparado con cilantro, chile serrano, coco tierno y limón, fue emulsionado con aceites de chile de árbol y cilantro.
La sorpresa fueron los tomates heirloom en salsa dragón, que es una vinagreta de chile güero, jalapeño y masago servido en un tazón hecho por artesanos mexicanos.
Este plato viene acompañado por su alteza: el pan de masa madre cargada por más de cinco años y añadida con 10% de maíz azul por lo que adquiere unos tintes violáceos que en compañía de su majestad la mantequilla de levadura tostada es, simplemente, una pareja irreal.
Aquí me di una pequeña indulgencia, tomé un trozo de pan y confieso que no me resistí a la clásica chopeada dentro de la salsa dragón, uf nada más de acordarme se me hace agua la boca.
En el menú venía una sugerencia opcional con un costo adicional a los $2,100 pesos que cuesta esta degustación por persona y sin bebidas, la fondue de maíz y caviar, que es elote baby con salsa Rockefeller, ensalada de romeritos y un topping de caviar, valió la pena pagarla aparte.
Aquí se ve claramente la técnica aprendida durante los 10 años de experiencia en restaurantes con estrellas Michelin, como el Mugaritz, en donde Oliva aprendió a dar rienda suelta a su libertad creativa en sus platillos.
El plato que esperaba con anhelo era el taco de pastrami de lengua añejada por una semana y braseada durante cinco horas. Era de una textura suave y jugosa, servida con ensalada de verdolagas, la acidez que proporciona este quelite aderezado con una salsa verde de tomatillo hervido se acerca a la perfección.
Las tortillas merecen mención aparte, hechas al momento en el comal artesanal a vista de todos y desde donde el chef Oswaldo vigila, de tanto en tanto, las reacciones de sus comensales.
Pero el plato principal de cerdo pelón se está volviendo un clásico: es la cochinita pibil preparada con todas las de la ley, especiada con achiote y todos sus condimentos.
Se presenta con frijoles puercos con panceta y tocino que le da esa parte golosa que nos gusta a los mexicanos, corona con cebolla morada encurtida con orégano y un poco de cilantro, en compañía de tortillas de maíz y salsa de habanero.
Para limpiar el paladar un sorbete de cítricos con pimienta gorda y un rocío de aroma a lima. Hasta en este detalle se nota la marcada influencia yucateca que degustamos en el menú de esa noche.
El servicio impecable de los meseros redondea la experiencia de este comedero en donde se nota el sentido de integración y pertenencia del equipo, práctica aprendida por el chef Oliva durante el tiempo que laboró en Celler de Can Roca, en donde todo el personal comía a diario en la casa de los padres de este famoso trio de hermanos.
Los vinos y destilados merecen un largo comentario, pero ya no tengo espacio; basta decir que Lorea integra una de las experiencias culinarias más sofisticadas y deliciosas del escenario gastronómico de la Ciudad de México.