Hubo un tiempo en que las langostas de Nueva Escocia no se maridaban con sauvignon blanc. Se servían en cubetas para alimentar a los menos favorecidos, era un símbolo de pobreza disponible para los prisioneros, los huérfanos y las mesas humildes de los pueblos costeros.
Sí, esas mismas criaturas que hoy se presentan en platos de porcelana en lujosos restaurantes y cuyas pinzas se rompen con utensilios de plata, alguna vez fueron consideradas una plaga del mar.
En los siglos XVII y XVIII, las costas del Atlántico canadiense estaban tan llenas de langostas que, después de las tormentas, aparecían montones en la arena. Era tanta la abundancia que los colonos se quejaban de tener que comerla “más de tres veces por semana”.
Nadie podía imaginar que un par de siglos después, ese crustáceo rojo brillante fuera considerado un manjar exótico y se convertiría en sinónimo de lujo, de sofisticación y de cenas de manteles largos para la gente de carteras abultadas.
Solo con mantequilla
Hacer un road trip por la provincia de Nueva Escocia para comer langosta es un buen motivo para viajar a Canadá. Sí, ya sé que está muy lejos de México, pero a un Glotón Fisgón no lo detienen las fronteras.
Empecemos por Halifax, la capital y puerta de entrada de esta provincia canadiense. Esta ciudad marcada por trágicas historias, puede presumir que cuenta con algunos de los mejores restaurantes para comer langosta.
Tan solo hay que dirigirse al Waterfront para calentar motores con un rollo de langosta comprado en uno de los kioscos que se encuentran en este corredor marítimo y tomar posesión de una banca para ver pasar las embarcaciones y la vida relajada de este lugar en donde las tiendas locales, restaurantes y bares abundan.
Uno de mis restaurantes favoritos es el Five Fishermen, un antiguo edificio que sirvió como morgue de los cuerpos recuperados del naufragio del Titanic, en 1912, y de la terrible explosión de 1917.
¿Por qué les cuento esto? Aquí además de comer una de las mejores langostas al vapor servida simplemente con mantequilla, las historias de fantasmas que aparecen por los pasillos o susurran a los oídos son otro de sus atractivos.
Un ritual gastronómico
A mediados del siglo pasado, comer langosta era ya un símbolo de estatus. La langosta había encontrado su lugar en el olimpo del buen gusto, justo al lado del caviar y el champán.
Los restaurantes de Halifax y de Lunenburg competían por ofrecer la “mejor langosta del Atlántico”, se volvió un ritual gastronómico que hoy día sigue vigente.
A media mañana, como parte de un recorrido carretero, llegamos a Lunenburg, Patrimonio de la Humanidad, donde hicimos el tour “Tastes of Lunenburg” una mezcla de historia de marineros con bocados que formaron un menú hedonista:
Comenzamos en Bluenose Lodge con una chowder a base de pescado y langosta, de sabor sutil y cremoso, buen inicio para preparar el proceso digestivo. La segunda parada fue en Tin Roof Distillery para probar alguno de los 12 tipos de bourbon que ahí destilan, claro acompañado de mac and cheese con langosta, por supuesto, un maridaje singular.
A esto le siguieron unos benedictinos con cola de langosta, en Grand Banker además de unos scones con mantequilla, manzana, tocino y queso en Hodgepodge, un comedor o eatery muy concurrido.
Por último, todavía tuvimos espacio para un po boy de langosta en el restaurante del Museo Marítimo. El proceso de este pecado culinario lleva al menos tres horas en las que, además de comer, recorres esta ciudad de arquitectura vernácula.
¿Manjar o alimento cotidiano?
Cada madrugada, los barcos langosteros salen desde los pequeños puertos de Nueva Escocia. Los pescadores lanzan sus trampas al mar helado antes de que amanezca y esperan pacientemente para regresar con las jaulas repletas. No hay glamour en ese trabajo: sólo manos curtidas, frío y sal. Pero de esas manos viene el producto que será servido en las mesas del mundo.
Toda una experiencia es ir a Halls Harbour Lobster Pound y escoger tu propia langosta que variará en tamaño según el apetito de los comensales, yo por supuesto, elegí una “talla grande”, de aproximadamente dos kilos, que me comí al estilo local, al vapor y con mantequilla, como toda una profesional, sin dejar más que el caparazón.
Lo irónico es que viajé miles de kilómetros para darme este lujo, mientras que los habitantes de Nueva Escocia siguen viéndola como parte de su día a día, sin prestarle más atención que disfrutar del dulce y delicado sabor que las aguas gélidas del Atlántico les da.
