Cuando llegué y vi en la entrada la típica cadena roja que se pone en los antros, pensé que me había equivocado de lugar.
La recepción, vestida con cortinas en blanco y negro, antecede a una escalera circular que conduce a la planta alta del restaurante en donde otra recepción, con un letrero luminoso repujado de flores en versión naturaleza muerta, te avisa que estás en Bagatelle Ciudad de México.
De pronto creí que me encontraba en una escena de “El Gran Gatsby”, en la década de los años 20 del siglo pasado, con una sala que rodea una enorme barra de mármol y una motoneta blanca a la entrada.
Y al fondo un espacioso salón donde se llevan a cabo espectáculos y eventos, e imaginé que sin más aparecería el personaje interpretado por DiCaprio como anfitrión de una de sus lujosas fiestas.
Fuimos conducidos hasta una luminosa terraza inspirada en las que hay en la Riviera Francesa, con abanicos de palma colgando de los techos y enredaderas de vid que cubren las paredes, pero estas eran de a mentiritas.
Este proyecto gastronómico inició en Nueva York, siguió en St. Tropez y Mykonos y conquistó el Mediterráneo con su concepto “Joie de Vivre” y recientemente llegó a México, primero a Tulum y a Los Cabos con su club de playa, para rematar en la esquina perfecta de Mazaryk y Tennyson, en Polanco.
Pero entremos en materia culinaria, que a eso venimos los glotones.
La inspiración de algunos platillos insignia disponibles en todas las sucursales del mundo viene de chefs como Rocco Seminara, chef corporativo y Manon Santini, chef pastelera, ambos del corporativo de Bagatelle Group.
Aquí da la cara Marco Estrada, chef ejecutivo de Bagatelle México quién tropicalizó el menú con los mejores ingredientes del país.
Siempre es bien recibido un trozo de pan bien hecho para comenzar, el de aquí era de harina de papa acompañado con aceite de oliva con tomillo y flor de sal.
Mi sponsor y yo decidimos probar los platos insignia, para darnos un baño de mundo, así que empezamos con la pizzeta de aguacate con queso fresco y aceite de oliva con albahaca.
La masa bien lograda, con la fermentación necesaria para darle un toque de acidez, gruesa y esponjosa en las orillas, pero crocante al centro, el suave sabor del aguacate no desmerece ante la cremosidad del queso que en conjunto propician la temperatura templada de la pizza.
Continuamos con el carpaccio de res con botarga de huevo y brotes de flor de pensamiento que le da un sabor anisado y bien equilibrado con el resto de los ingredientes, aunque este plato era de temporada se nos antojó.
De fuerte pedimos la pesca del día: un kampachi entero horneado en hojas de limón. Fue presentado sobre una tabla para proceder a limpiar la piel y las espinas.
Al parecer se necesita la destreza de un desollador para realizar esa hazaña, se
tardó tanto, que el pescado se enfrió.
El kampachi fue montado sobre una salsa de tomate con crustáceos, adornado con rodajas de limón amarillo, jitomate y cebolla morada, decoración que a mi gusto desmerece.
La primera impresión al probar este platillo insignia fue un simple: mmm, está bien, pero nada que conmueva a la afición. De pronto observé un pequeño plato con un escabeche de cebolla morada encurtida en aceite de chiles secos con gajos y ralladura de cítricos que llamó mi atención.
Le pregunté al mesero para qué era y me dijo con desdén: ah, si quiere póngaselo al pescado. Lo que hice de inmediato y, como un acto de magia, pasó de ser un platillo simplemente comible a uno sublime.
La guarnición de ejotes blanqueados eran tiernos y crujientes y armonizaban con la acidez de las ciruelas y lo tostado de las almendras maridaba a la perfección.
También ordenamos orzo con alioli, chicharrón de tapioca y alga nori para acompañar el pescado. Esa dualidad entre la suavidad de la pasta perfumada con mariscos y la sensación crocante del chicharrón de tapioca resultó ser el complemento perfecto.
Esa combinación de ingredientes terminó en una algarabía de sabores que conquistaron mi paladar.
Su carta de vinos incluye grandes etiquetas, muchas de champaña, pero también opciones interesantes y menos sofisticadas; nosotros pedimos un albariño Junior by Don Olegario, efectivamente una bodega de la familia Vázquez, cuya mineralidad le fue maravillosamente bien al pescado.
Los postres también son festivos y probamos unas crepas crujientes con dulce de leche y plátano, muy dulces pero adecuadas para compartir.
Hoy Bagatelle está de moda y no dejé de advertir la ironía de llamarle “nimiedad” en francés a un establecimiento donde pululan las trufas, el caviar y las botellas de Crystal rosa.